Y de repente pasa. Cuando pierdes un poco la esperanza.
Cuando crees que la decepción forma parte del curso natural de la mayoría de
las relaciones y te resignas a pensar que las únicas estrellas reales son las
fugaces. Entonces aparece alguien que te deslumbra.
El jueves pasado, en la tercera cerveza me dijiste una frase
que llevo centrifugando toda la semana: ser buena persona está infravalorado. Y
me lo decías con un tinte de reproche porque opinas que el bar indi al que te
llevé denota que no acepto a cualquier persona en mi vida. Y te di la razón
como quien pide disculpas porque
realmente estabas en lo cierto y yo, del todo equivocada.
Y no voy a negar que soy una pija en relaciones gourmet que
pide platos interesantes, estimulantes, viajados, con buena conversación y chistes inteligentes. Pero admito que más de
uno se me ha atragantado y que hoy en día hay otros que se me repiten. Y he
pasado hambre porque me ha faltado llenarme un poco la tripa de pan. Porque ser
buena persona está infravalorado y ahora que lo tengo me doy cuenta de la falta
que me hacía. Porque en los últimos años he sobrevalorado a muchas personas por
la luz que reflejaban y no he querido ver que detrás no había nada, y las he
mantenido vivas esforzándome en que permanecieran encendidas, por este síndrome
de Estocolmo mío que otras veces parece de Diógenes. Y he aprendido a apreciar el pan y a saborear
sus matices, a dejar que me aporte y a entender que hay ingredientes que nunca
pueden faltar en un plato.
Pero no me equivocaba cuando te decía que febrero sería un
punto de inflexión, y será porque me he cansado de pasar hambre o porque siempre
engordo en esta época pero mi casa huele a pan tostado y ya no salgo a la calle
sin un bocadillo.
A todas las personas que me llenáis el camino de miguitas,
gracias.