Hace un tiempo decidí dejar de
creer en los para siempres, probablemente porque preferí renunciar a ellos en su
totalidad antes que admitir que me había equivocado escogiendo uno. Sea como
fuera, aquello hizo que cambiara mi forma pensar en el tiempo y sobre todo de
vivir las relaciones.
En mi afán de racionalizar la
vida, resulta mucho más práctico creer que todo es temporal, y ciertamente lo
es. Los momentos son efímeros y volátiles, llegan, los pruebas y se van. Las
relaciones cambian, las personas evolucionan, los sentimientos mutan, se
expanden, se disuelven. Y siendo así
resulta más pragmático entender las relaciones como lo que son: transitorias. Sin embargo, siempre hay algo que entra en
conflicto con mi razón y se hace un hueco, desmoronando todo aquello que mi
lógica se esfuerza en construir. Los
impulsos irracionales, las inseguridades, o en definitiva, todo aquello que la
mente intenta reducir. Pero siendo honesta he de decir, que me encantan las
constantes y los patrones que se repiten, convirtiéndose en tradiciones.
Y me hago patriota de tus manías, sacando
pecho en el acierto de que adivines mi comida preferida.
Y es que adoro la palabra
siempre, y realmente pienso que nunca dejé de creer en ella. Siempre es mi
padre, mi madre, mi abuela. Siempre es mi lunar de la pierna, tu risa, la playa
con luna llena. Los helados de mi infancia, ese herbolario, los festivales con
ella. Siempre es el flamenco, mi casa, el bajo en noche buena. Siempre es lo
que soy, aunque me deje, aunque ya no existas, aunque todo se aleje. Siempre es
lo que no me asusta, lo que me conforma, los que me alimentan. Pase lo que
pase. Cuando todo se cae, todo lo que permanece.
Buen día, sean felices.