lunes, 28 de marzo de 2016

Roma





































Roma es una ciudad caótica, ruidosa, sucia e impresionante, como esas personas que son verdaderamente impresionantes, caóticas, ruidosas y tremendamente sucias. De esas que te sorprenden incluso cuando pensabas que era imposible hacerlo, de las que te ofrece en cada esquina una razón para quedarte mirando. De esas personas, de esas ciudades. De las que te obligan a no pasar indiferente delante de ellas, porque te absorben, te impactan. Te hipnotizan.  Pero siguen siendo caóticas, ruidosas y sucias. Y te hacen amarla a desgarro para terminar odiándola por saturación, por desidia, por abandono. Pero siempre vuelves. Sabes que lo que encuentras allí jamás lo verás en otro sitio, porque nada puede parecerse a Roma.

Cuando llegué tuve la impaciente necesidad de compararla con ella, tal vez por la estúpida manía que tengo de compararlo todo, o por la forma idealizada en la que la mantengo como referente. Pero lo cierto es que desde que la conocí, Ámsterdam me abrazó con ternura, haciéndome sentir segura, tranquila, libre. Como esas personas que aparentemente no tienen nada extraordinario, nada sorprendente, Ámsterdam no me dejó boquiabierta porque no tenía nada excepcional que ofrecerme, salvo la  promesa informulada de hacerme feliz en sus calles. 
Como esas personas que te hacen querer quedarte un rato más, simplemente porque respirar con ellas es más fácil, más puro, más hondo. Y Roma, lejos de traerte el aire, te deja sin aliento.


Porque sigue siendo caótica, ruidosa y sucia, pero sobre todo impresionante. Y aunque no te invita a quedarte, vuelves de visitante. Como esos miles de amantes locos que vagan por sus calles en busca de que Roma les muerda el corazón.